El gran Alex Ross, autor del éxito editorial "Ruido eterno", nos da una explicación con la que coincidimos en su totalidad.
ALEX ROSS
¿POR QUÉ ODIAMOS LA MÚSICA CONTEMPORÁNEA?
Artículo aparecido en THE GUARDIAN el 28 de noviembre de 2010.
(traducción Manuel Larios)
Trascurrido casi un siglo desde
que Arnold Schoenberg y sus alumnos Alban Berg y Anton Webern dieran a conocer
sus rigurosos acordes al mundo, la música clásica contemporánea sigue siendo
una propuesta poco atractiva para la mayoría de los asistentes a los conciertos.
En la última temporada de la New York Philharmonic, varias docenas de personas abandonaron
la sala durante la interpretación de las Tres piezas para Orquesta de Berg; un
número parecido lo hizo en el Carnegie Hall antes de que la Filarmónica de
Viena atacara las Variaciones para Orquesta de Schoenberg.
El más sereno de los músicos del
siglo XX puede causar un perceptible crujir de dientes en el público. La
Serenata para tenor, trompa y cuerdas de Benjamin Britten es una partitura más
o menos tonal, todavía en el 2009 en el Lincoln Centre, molestaba a un
caballero sentado detrás de mí. Cuando alguien en la sala lanzó un “Bravo” me
gritó: “apuesto a que eso era una pose”. Tuve que resistirme a la tentación de
golpearle con mi partitura de bolsillo.
En parte semejante comportamiento
puede estar relacionado con la notoria mala educación de ciertos neoyorquinos,
pero el problema es más complejo, como puede comprobar cualquier promotor que
pretenda invertir en el repertorio del siglo XX. Muchos asistentes están aún
traumatizados por el golpe que supuso la escucha de la pieza ultraviolenta “Panic”
de Harrison Birtwistle en la última noche de los Proms de 1995. Durante
décadas, críticos, historiadores e incluso neurólogos han estado ponderando la
cuestión de por qué la así llamada música contemporánea puede dejar
traumatizado al oyente medio. Después de todo, las aventuras artísticas en
otros campos de la creación han encontrado una recepción muy diferente. La
pintura más cara de la historia es una algarabía de Jackson Pollock titulada
Abstracto nº 5, vendido en el 2006 por 140 millones de dólares. Magnates y
emires se rifan a los arquitectos de vanguardia. El Ulysses de James Joyce
congrega públicos de todo el mundo en divertidas fiestas cada 16 de Junio.
En alguna ocasión, estos artistas
“malditos” fueron tachados de charlatanes,
de embaucadores, para emplear un término que sigue siendo común entre
los desagradecidos asistentes a los conciertos. Un editorial del New York Times
propuso el insulto de “embaucador” al “Desnudo bajando una escalera” de Marcel
Duchamp, cuando lo expuso en 1913. El mismo prejuicio fue esgrimido en 1946 por
un comentarista que no encontraba diferencia alguna entre un Picasso y el
dibujo de un niño. La “canción de amor de J Alfred Prufrock” de TS Eliot, fue acusada
de estar compuesta de “banalidades incoherentes”. En nuestros días, se causará
una reacción airada si alguien se atreve a decir en una cena que Pollock es un
disparate. Pero si uno lo dice de John Cage nadie le quitará la razón.
Las explicaciones sobre la
permanente resistencia del público hacia la música contemporánea han
proliferado, su variedad es tal que aún nadie tiene la clave para explicarlo.
Una teoría sostiene que la preferencia por la tonalidad simple es intrínseca al
cerebro humano. Los intentos de demostrar esta teoría han obtenido resultados
ambiguos. Por ejemplo, un par de estudios sugieren que el oído infantil
prefiere los intervalos consonantes a los disonantes. Si bien, también es
cierto que los niños escuchan música tonal casi desde el momento de su
nacimiento, con lo que están condicionados a aceptarlos como “naturales”. Sin
embargo, las investigaciones en las artes visuales demostraron que los niños
prefieren antes las imágenes figurativas que las abstractas. De modo que si las
327.000 personas que acudieron a la Tate Modern a ver la obra de Mark Rothko desoyeron esas teorías,
también podían hacer lo mismo respecto de la música.
Existe también una explicación
sociológica: puesto que el público de los conciertos está inevitablemente
atrapado en sus asientos durante un período determinado, tienden a rechazar las
obras extrañas con más facilidad de lo que lo hacen los visitantes de exposiciones,
que se puede mover libremente, adaptando su paso a las imágenes raras. Pero si
la forma de asistir a la recepción de las obras condiciona la respuesta, uno se
imagina que las audiencias ofrecerían la misma repulsión hacia las ideas
novedosas en la danza, el teatro y el cine. La popularidad relativa de George
Balanchine, Samuel Beckett o Jean-Luc Godard sugiere otra cosa. Incluso es
llamativo que los cineastas hayan hecho un uso frecuente de las mismas
disonancias que los asistentes a los conciertos consideran tan desagradables. La
película de Stanley Kubrick “2001: Una Odisea del Espacio”, que tiene la
alucinante banda sonora de György Ligeti, dejó sorprendidos a millones de
espectadores al final de los sesenta. La película Shutter Island (La isla
siniestra) de Martin Scorsese que también despliega músicas de Cage, Morton
Feldman, Giacinto Scelsi y Ligeti, ha sido un reciente éxito de taquilla. La
partitura de Michael Giacchino para la serie de TV Perdidos (Lost) es una
enciclopedia de técnicas vanguardistas. Si el oído humano fuera instintivamente
hostil a la disonancia estas y otras mil producciones de Hollywood habrían
fracasado.
Compositores: ¿Mejor muertos?
El problema, sospecho que no es
ni psicológico ni sociológico, sino que más bien los compositores
contemporáneos han sido víctimas de una indiferencia que viene de muy lejos y
que está relacionada con la relación que los melómanos mantienen con el pasado.
Incluso antes de 1900, la gente acudía a los conciertos esperando ser
masajeados por los adorables ecos de los viejos tiempos. (“Los nuevos sonidos
no gustan en Leipzig”, dijo un crítico del estreno del Primer Concierto para
piano de Brahms).
La profesión musical se dedicó en
exclusiva al objetivo delirante de reproducir las obras maestras de la
antigüedad. Cuando Schoenberg, Stravinsky y compañía introdujeron nuevos
vocabularios de acordes y ritmos, el juego se volvió en su contra. Incluso
compositores que estaban empeñados en acomodar su gusto al de la tonalidad
romántica encontraron escasa respuesta; no podían solucionar, salvo que
adoptaran drásticas medidas, la desventaja de estar vivos.
Los museos y galerías de arte
adoptaron aproximaciones al tema muy diferentes. En EE.UU., el MoMA, el Art
Institute de Chicago, y otras instituciones importantes promovieron el arte
moderno. Ricos mecenas abrazaron algunas de las más radicales corrientes, que
fueron ampliamente promovidas; los críticos elevaron la consideración de
Pollock y compañía a héroes hechos a sí mismos.
Cundió la idea de que los museos podrían ser sitios adecuados para ciertas
aventuras intelectuales. En una reciente visita al MoMA, fui sorprendido por un
cartel a la entrada que pregonaba: “Pertenecer a algo brillante, electrizante,
radical, curioso, fuerte, en movimiento. . . rebelde, visionario, dramático,
actual, provocativo, audaz. ..”
Recambios de coches para percusión.
En este momento no existe ninguna gran orquesta capaz de definirse en términos parecidos, pero un par de organizaciones se están moviendo en esa dirección. Desde su inicio en 1992, Esa-Pekka Salonen dio a la Filarmónica de Los Ángeles un perfil más audaz y está ahora aplicando el mismo modelo a la London Philharmonia. Grupos de jóvenes formados por más de mil personas presenciaron las sesiones de la MusicNOW de la Sinfónica de Chicago, que astutamente ofrecía suplementos de pizza y cerveza gratuitos. El Southbank Centre de Londres y el Barbican han elaborado para ávidas multitudes programas nocturnos de Edgard Varêse, Iannis Xenakis, Luigi Nono y Karlheinz Stockhausen. Ni siquiera en Nueva York la situación llega a ser tan desesperada, ya que por ejemplo Alan Gilbert, que tomó la dirección de la Filarmónica de Nueva York la pasada temporada, ha estado obteniendo éxitos con programas tan difíciles como el Grand Macabre de Ligeti, Ameriques de Varèse y con el que realizó el inicio de la temporada, la obra de Magnus Lindberg “Kraft”. Los más veteranos espectadores vieron emocionados como los abonados de la Filarmónica celebraban la pieza de LIndberg, que apenas contiene trazas de tonalidad y en la que se utilizan piezas de desguace de coche como percusión. La diferencia estuvo en el regalo de Gilbert a la audiencia antes de entrar en un territorio desconocido: una breve lectura en la que dio una idea de la estructura de la pieza, mostró algunos momentos estelares, hizo bromas a su costa y, en definitiva, dejó la idea de que si se iban pronto se iban a perder algo importante.
Toda música precisa del
desarrollo del gusto del oyente, ninguna música es aceptada con unanimidad.
Hace un par de meses, el blogger Proper Discord mencionaba que de los álbumes
más vendidos en EE.UU. esa semana, (entre los que estaba el pop de Katty Perry
conectando perfectamente con su Teenage Dream), sólo uno de cada 1.600
ciudadanos había comprado alguno. Ciertamente algunos géneros son más populares
que otros, pero los gustos individuales cambian bruscamente. Cuando yo era
joven adoraba el repertorio musical de los siglos XVIII y XIX y desechaba la
música del siglo XX tanto la popular como la seria. Después, cuando conocí la
fuerza de la disonancia, fui de Schoenberg a Messiaen y Xenakis y, siguiendo el
camino de la disonancia, pasé al sonido post-punk de Sonic Youth. Muchos de mis
contemporáneos llegaban a la música clásica por un proceso opuesto: en lugar de
empezar con Mozart lo hacían con Steve
Reich o Arvo Pärt. Para construir las audiencias del futuro, las instituciones
de la música clásica deberían tender más puentes de interés entre los géneros.
Lo que debe desaparecer es la
idea de que la música clásica es un medio únicamente dirigido a calmar las
ansias de belleza, una especie de tratamiento de balneario para corazones
cansados. Tal actitud no sólo debilita a los compositores del siglo XX sino
también a los clásicos que pretende poner en valor. Imagínese la rabia de
Beethoven si alguien le dijera que su música iba a servir de hilo musical en
las estaciones de tren para calmar a los viajeros y ahuyentar a los
delincuentes. Los oyentes acostumbrados a Berg y Ligeti podrán encontrar una
nueva dimensión en las obras de Mozart y de Beethoven. Y también los
intérpretes. Durante demasiado tiempo
hemos tenido a los maestros clásicos en una jaula dorada. Es tiempo de dejarlos
salir.