A los científicos les gustaría
que la música fuera una cuestión muy objetiva. He visto musicólogos midiendo
determinados procesos musicales para evaluar la calidad de una pieza musical,
como se miden los metros cuadrados de una habitación.
Pero la música no creo que funcione
así. La música es como una esponja que se va impregnando de lo que sentimos cuando la escuchamos. No me refiero a esa cosa cursi de
la-música-que-escuchábamos-cuando-nos-conocimos, (que es una cosa muy útil para
detectar al momento una comedia romántica mala), me refiero a todo tipo de
circunstancias que han sucedido durante
la escucha y que han ido impregnando nuestro recuerdo de sensaciones de todo
tipo. En primer lugar, de sensaciones musicales, claro. Uno se fija en un
determinado instrumento que en un momento dado hace una figura interesante, en
una magnífica conjunción de voces (ya sean vocales o instrumentales), en una
cadencia, en cualquier cosa que nos haya despertado el interés musicalmente. Pero
no sólo eso, también recordamos lo que sentimos cuando escuchábamos esa música,
y ese sentimiento se ha grabado en la memoria de la pieza y acompaña su
recuredo. Me refiero a sensaciones que van desde las más elementales, como por
ejemplo que un día escuchando esa pieza se levantó súbitamente una suave
brisa que nos refrescó y no abrió los sentidos a una audición más atenta, hasta
sensaciones como las que referíamos más arriba sobre las comedias románticas
malas.
Todo esto se ha puesto de
manifiesto ahora que los científicos dicen que los enfermos de alzheimer
recuerdan la música mucho más que otras sensaciones que percibieron y han
olvidado ya.
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