Yo era un adolescente ignorante,
más ignorante aún de lo que lo soy ahora. Tendría entonces dieciséis o
diecisiete años y también tenía un amigo, un compañero de clase, que me inició
en el mundo de la música de jazz. Eran los primeros años setenta y por aquel
entonces, los miembros de una familia de republicanos españoles que habían
vivido en Paris desde el final de la guerra civil no aguantaron más y se
trasladaron a vivir a Madrid. Los vencederos de aquella guerra no lo sabían,
pero los republicanos también amaban a su país y lo añoraban con lágrimas en
los ojos, así que, aunque por entonces no estaba muy claro en que iba a acabar
la cosa política, aquella familia decidió volver, con la esperanza de que la
situación cambiara un poco a mejor. El padre era un catedrático de derecho mercantil
y tenía un hijo de poco más de treinta años que era, tal vez, el mayor
aficionado al jazz de toda Europa. El hijo se llamaba Juan Claudio Cifuentes y
ayer cometió la mayor de las traiciones, la tropelía de morirse dejando más
huérfanos entre los jazzeros que la II Guerra Mundial dejó en Europa.
Yo no sé si el riff de
Milestones, de Miles Davis, es el mejor riff que se haya hecho jamás o es que,
simplemente, era la sintonía que ponía el Cifu para avisarnos de que iba a
empezar “jazz entre amigos”; pero el caso es que cada vez que lo oigo se me
acaban las penas y me late el corazón más deprisa. ¿Hasta qué punto la música
tiene cualidades para modificar nuestro “pathos”, que decían los griegos? ¿O
son otras circunstancias las que inciden sobre los “afectos”, como llamaban los
barrocos a las emociones que se derivaban de la escucha de la música?
Volviendo al tema que nos
interesa, es verdad que era demasiado puntilloso y para presentar un tema te
contaba tantos detalles que se eternizaba en sus comentarios. Los padres somos
muy pesados y el Cifu era el padre de todos los aficionados, al menos, de los
de mi generación. Nunca he sabido de donde podía sacar tanta información, pero
era capaz de decirte el color de la camisa que llevaba Sonny Rollins el día que grabó
“Tenor Madness”, por poner un ejemplo. En realidad, tenía algo que era muy necesario
en este país, tenía mucho rigor. Lo que más le gustaba en el mundo era hacer
programas sobre el jazz. Había intentado tocar la batería, había ido a la
universidad para tener una profesión, pero lo que le gustaba era contarnos
todas esas cosas que sabía de ese mundillo: y eso era lo que hacia. Por eso ha
llegado a ser el programa de radio más veterano de este país, ningún programa
llevaba tantos años en antena como “Jazz porque sí”.
Yo me alegro de que haya acabado de
ese modo. No es que me alegre de que haya muerto; de lo que me alegro es de que
haya sido una cosa así: fulminante. Le dio un ictus y se quedó. Pues ya está. Lo
digo casi con lágrimas en los ojos, pero, si lo ves con una cierta distancia,
es mejor así. No sé qué le pasaba, pero el Cifu llevaba un tiempo que estaba
algo “cascado”. Su voz no sonaba bien. No sonaba redonda, como la trompeta de
Miles Davis en “Kind of Blue”, o el tenor de Coltrane en “A love supreme”. Uno
ha tenido algunos buenos maestros y unos pocos maestros extraordinarios, pero
un maestro como el Cifu no existe. No se puede sustituir. Nadie en este país
sabía la mitad sobre el jazz de lo que sabía el Cifu.
Acaban de decir en Radio Clásica
que van a poner el último programa que grabó, suena la sintonía de Milestones y
parece que el Cifu tiene la voz mejor que nunca. Qué cosa es la vida.
Hoy nos trae a Lester Young, en
una grabación del día 6 de junio, (mi cumpleaños).
¡Vaya tela!