Hace un tiempo vi a Enrique de
Melchor tocar en Badajoz en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo. No venía
en solitario sino como acompañante del cante de José Menese, quien obligaba al
guitarrista, para que aquello tuviera un mínimo de coherencia, a hacer unos cambios de ritmo y unas florituras que parecían
imposibles.
Así era este guitarrista que
había alcanzado un nivel que estaba entre los máximos exponentes de la guitarra
de concierto y que era, al tiempo, capaz de auxiliar el cante con una maestría
que parecía natural.
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