La ciencia de la etnomusicología, además de una palabra de vértigo, es una gran paradoja epistemológica. Creada a finales del siglo XIX, época que se ha venido a caracterizar como del imperialismo, se basaba en lo que anteriormente se había denominado la “musicología comparada” según la definición de la disciplina que hizo Guido Adler en su famoso artículo "Umfang, Methode und Ziel der Musikwissenschaft" con el que iniciaba la publicación de su revista Vierteljahresschrift für Musikwissenschaft. En este artículo que ha sido considerado como el hecho fundacional de la disciplina musicológica ya incluía el autor la “musicología comparada” como una de las disciplinas en que se subdividía la musicología. La etnomusicología adquiere en aquel momento rasgos imperialistas al considerar que se ocupaba de músicas que estaban en un estado “inferior” de desarrollo musical con respecto a la música culta europea, bien por pertenecer a culturas inferiores (las que no eran europeas) o bien por pertenecer a estados previos de desarrollo de la europea como es el caso de las músicas populares (las que no eran cultas).
Hoy día la corriente principal de la musicología ha desechado estas ideas al considerar, como hacemos en “todas las músicas”, que todas las culturas son diferentes pero que no existe prelación entre ellas, no existen músicas mejores o más avanzadas, sino manifestaciones musicales que adoptan formas diferentes de entender el fenómeno sonoro.
La paradoja a que nos referíamos al principio es que, una vez que damos por hecho que todas las músicas son consideradas al mismo nivel teórico, podemos someter a la música culta europea a una observación antropológica exactamente igual a la que hacían los etnógrafos belgas que observaban los ritos musicales de las tribus del Congo. Y esta observación no deja bien parada a la música mal llamada clásica, porque saca a la luz sus contradicciones.
Fundamentalmente podemos considerar que esta música no es más que una manifestación cultural de un grupo humano determinado, concretamente de la burguesía europea que se inicia con la revolución francesa se forma en la revolución industrial y que aún hoy supone la seña de identidad de grupos importantes de personas. Veamos si no la forma en que se organiza la institución musical, que no es otra que la llamada división del trabajo. Existe un compositor, que realiza las funciones más intelectuales y creativas, existe un director de orquesta que dirige la puesta en escena de la música y unos músicos, entre los cuales también se establecen algunas diferencias de estatus, primer violín, solistas, segundos violines, etc. Esta forma de organización, es propia de nuestras sociedades burguesas europeas y se corresponde, con toda exactitud, con la organización de la industria, en la que podemos encontrar ingenieros, directores de fabricación, encargados, capataces, obreros especializados, obreros sin especializar etc. Sistema productivo que como anunciaba Adam Smith en la época a la que nos referimos habría de dar como resultado una eficiencia industrial importante. Solo con posterioridad este tipo de organización musical se ha ido exportando a otros países fuera del continente europeo, pues en la mayoría de las músicas del mundo no existe una persona dedicada a componer y otra a ejecutar la música sino que normalmente vienen a ser todas ellas funciones propias de la actividad de cualquier músico. Pero además podemos observar que esta división de roles alcanza también al público, que en los conciertos de la música “clásica” no tiene ninguna función activa, al contrario de lo que es común en el resto de las manifestaciones musicales del mundo. Más aún, el ceremonial propio del concierto subraya el carácter pasivo del público que tiene la obligación implícita de permanecer totalmente callado durante el desarrollo del mismo y la prohibición de aplaudir entre cada sección, aunque la música se pare, hasta que la obra esté totalmente acabada. Eso sí, una vez concluida la exposición de la música, el público burgués está obligado a realizar su crítica al concierto mediante la ceremonia del aplauso. Su mayor o menor intensidad y en especial su duración, hacen del aplauso una calificación del examen al que se somete la música. En cualquier otra cultura musical que imaginemos el público participa y se interrelaciona con los músicos, aunque luego no tenga que manifestar su aprobación o reprobación.
Por otra parte el comportamiento en escena de los músicos sigue unos patrones rígidos más propios de la monotonía rutinaria de los burócratas que de unos profesionales, al fin y al cabo, artistas. Entre estos patrones rígidos, algunos tan poco correctos en estos tiempos como cuestionar la contratación de mujeres que han sembrado polémica reciente en la Filarmónica de Viena. Al conservadurismo de estas instituciones no les supone ningún trauma haber participado activamente de la política cultural nazi, cuando la mitad de sus músicos eran miembros activos del partido nacionalsocialista, sin embargo levantó airadas polémicas el hecho de que una mujer pudiera acceder a tan sacrosanta institución. No es fácil hoy día encontrar instituciones tan reaccionarias en nuestra sociedad. Hace poco tuvimos la suerte de ver en concierto a la pianista portuguesa Maria Joao Pires. La crónica del concierto de El País, periódico que ha pretendido siempre erigirse en portavoz de la modernidad, se quejaba de que el violonchelista que la acompañaba en un tema estuviera el resto del concierto sentado detrás de la pianista escuchando. Se había roto la rutina de la puesta en escena de los conciertos solistas. Eso no se había hecho nunca y el pobre cronista musical se desconcentraba al ver un espectáculo tan chocante. Supongo que también se desconcentraría si viera a una Mimí de la Bohème negra, o a un solista, no digo ya vestido como viste hoy cualquier joven, sino simplemente vestido como un señor de edad normal. Un músico que se atreve a tocar algo tan sagrado como la música de los grandes autores clásicos no puede vestir más que con un traje negro y una blusa blanca. El Teatro a La Scala de Milan está en su perfecto derecho a aconsejar a su público lo siguiente: "Se agradece el traje oscuro en las primeras representaciones y siempre el traje y la corbata para los señores espectadores. Se recomienda, en cualquier caso, en todas las representaciones, una vestimenta acorde con el decoro del teatro". Pero luego no podrá quejarse de que los jóvenes se alejan de la ópera y asisten con más entusiasmo a los festivales techno o a los conciertos de rock.
Pero más importantes son las consecuencias de la división del trabajo. Un albañil es la persona que poniendo ladrillos construye las casas, pero un albañil no conoce el cálculo de estructuras ni las normativas y directivas que sobre construcción se han redactado, ni tiene una idea muy clara, salvo en trazos generales, del diseño de lo que está construyendo. No ha analizado los espacios que va a crear desde un punto de vista funcional, constructivo ni estético. Si le dan un plano lo realiza. Si no, construye la casa con un criterio que ellos mismos definen de la siguiente forma: “si sale con barba San Antón y sino la Purísima Concepción”, anécdota referida a un escultor que tallaba santos para el cementerio y que por falta de oficio dejaba al azar el género de sus esculturas. Lo mismo que los albañiles los músicos europeos son gente que tiene un oficio, un oficio muy difícil y que requiere de una destreza extrema y sutil para la que se precisan años de entrenamiento hasta desarrollar las habilidades necesarias. Pero esos músicos no saben de composición, muy poco de armonía, de historia o incluso de los estilos que interpretan. Esos músicos leen partituras donde se les indica lo que tienen que tocar y lo hacen. Salvando las distancias hacen lo mismo que hacen hoy día los programas informáticos, les pones las notas y el programa las hace sonar en el ordenador. En la distribución de tareas a ellos les ha tocado esa parte. Un chiste de músicos dice que la única forma de callar a un pianista es quitarle la partitura y a un músico pop ponérsela delante. Son otros los que componen e incluso todavía hay otros que son los que reflexionan, critican y escriben sobre música, los cuales a veces no son ni músicos. Esta división del trabajo es parte de nuestra cultura y ya Platón y Aristóteles que escribieron a menudo sobre esto reconocían los tres tipos de músicos, siendo para ellos los más importantes los que reflexionan, critican y escriben sobre música, es decir los filósofos. Esta forma de entender el arte dejaría asombrado a cualquier persona de otra cultura que desconociera la nuestra. Pero aquí en Europa, como tenemos asumidos todos estos comportamientos, nos parecen normales, no detectamos ninguna “irregularidad” en ellos. Es como un amigo mío sevillano, muy aficionado a las procesiones de Semana Santa que me decía que el espectáculo de los musulmanes rezando agachados en las mezquitas le parecía de un fanatismo pasado de moda. ¿Qué pensará un anglosajón o un japonés de las procesiones de Sevilla? No quiero ni pensarlo. Seguro que ven a la inquisición detrás de los nazarenos, como por cierto ya hacía Goya en su época.
En definitiva, propongo hacer lo mismo con nuestra cultura que hacían los etnomusicólogos europeos con las de otros continentes: ponerlas debajo de la lupa y observarlas con objetividad. Supongo que este ejercicio siempre será bueno para mejorar.
Hoy día la corriente principal de la musicología ha desechado estas ideas al considerar, como hacemos en “todas las músicas”, que todas las culturas son diferentes pero que no existe prelación entre ellas, no existen músicas mejores o más avanzadas, sino manifestaciones musicales que adoptan formas diferentes de entender el fenómeno sonoro.
La paradoja a que nos referíamos al principio es que, una vez que damos por hecho que todas las músicas son consideradas al mismo nivel teórico, podemos someter a la música culta europea a una observación antropológica exactamente igual a la que hacían los etnógrafos belgas que observaban los ritos musicales de las tribus del Congo. Y esta observación no deja bien parada a la música mal llamada clásica, porque saca a la luz sus contradicciones.
Fundamentalmente podemos considerar que esta música no es más que una manifestación cultural de un grupo humano determinado, concretamente de la burguesía europea que se inicia con la revolución francesa se forma en la revolución industrial y que aún hoy supone la seña de identidad de grupos importantes de personas. Veamos si no la forma en que se organiza la institución musical, que no es otra que la llamada división del trabajo. Existe un compositor, que realiza las funciones más intelectuales y creativas, existe un director de orquesta que dirige la puesta en escena de la música y unos músicos, entre los cuales también se establecen algunas diferencias de estatus, primer violín, solistas, segundos violines, etc. Esta forma de organización, es propia de nuestras sociedades burguesas europeas y se corresponde, con toda exactitud, con la organización de la industria, en la que podemos encontrar ingenieros, directores de fabricación, encargados, capataces, obreros especializados, obreros sin especializar etc. Sistema productivo que como anunciaba Adam Smith en la época a la que nos referimos habría de dar como resultado una eficiencia industrial importante. Solo con posterioridad este tipo de organización musical se ha ido exportando a otros países fuera del continente europeo, pues en la mayoría de las músicas del mundo no existe una persona dedicada a componer y otra a ejecutar la música sino que normalmente vienen a ser todas ellas funciones propias de la actividad de cualquier músico. Pero además podemos observar que esta división de roles alcanza también al público, que en los conciertos de la música “clásica” no tiene ninguna función activa, al contrario de lo que es común en el resto de las manifestaciones musicales del mundo. Más aún, el ceremonial propio del concierto subraya el carácter pasivo del público que tiene la obligación implícita de permanecer totalmente callado durante el desarrollo del mismo y la prohibición de aplaudir entre cada sección, aunque la música se pare, hasta que la obra esté totalmente acabada. Eso sí, una vez concluida la exposición de la música, el público burgués está obligado a realizar su crítica al concierto mediante la ceremonia del aplauso. Su mayor o menor intensidad y en especial su duración, hacen del aplauso una calificación del examen al que se somete la música. En cualquier otra cultura musical que imaginemos el público participa y se interrelaciona con los músicos, aunque luego no tenga que manifestar su aprobación o reprobación.
Por otra parte el comportamiento en escena de los músicos sigue unos patrones rígidos más propios de la monotonía rutinaria de los burócratas que de unos profesionales, al fin y al cabo, artistas. Entre estos patrones rígidos, algunos tan poco correctos en estos tiempos como cuestionar la contratación de mujeres que han sembrado polémica reciente en la Filarmónica de Viena. Al conservadurismo de estas instituciones no les supone ningún trauma haber participado activamente de la política cultural nazi, cuando la mitad de sus músicos eran miembros activos del partido nacionalsocialista, sin embargo levantó airadas polémicas el hecho de que una mujer pudiera acceder a tan sacrosanta institución. No es fácil hoy día encontrar instituciones tan reaccionarias en nuestra sociedad. Hace poco tuvimos la suerte de ver en concierto a la pianista portuguesa Maria Joao Pires. La crónica del concierto de El País, periódico que ha pretendido siempre erigirse en portavoz de la modernidad, se quejaba de que el violonchelista que la acompañaba en un tema estuviera el resto del concierto sentado detrás de la pianista escuchando. Se había roto la rutina de la puesta en escena de los conciertos solistas. Eso no se había hecho nunca y el pobre cronista musical se desconcentraba al ver un espectáculo tan chocante. Supongo que también se desconcentraría si viera a una Mimí de la Bohème negra, o a un solista, no digo ya vestido como viste hoy cualquier joven, sino simplemente vestido como un señor de edad normal. Un músico que se atreve a tocar algo tan sagrado como la música de los grandes autores clásicos no puede vestir más que con un traje negro y una blusa blanca. El Teatro a La Scala de Milan está en su perfecto derecho a aconsejar a su público lo siguiente: "Se agradece el traje oscuro en las primeras representaciones y siempre el traje y la corbata para los señores espectadores. Se recomienda, en cualquier caso, en todas las representaciones, una vestimenta acorde con el decoro del teatro". Pero luego no podrá quejarse de que los jóvenes se alejan de la ópera y asisten con más entusiasmo a los festivales techno o a los conciertos de rock.
Pero más importantes son las consecuencias de la división del trabajo. Un albañil es la persona que poniendo ladrillos construye las casas, pero un albañil no conoce el cálculo de estructuras ni las normativas y directivas que sobre construcción se han redactado, ni tiene una idea muy clara, salvo en trazos generales, del diseño de lo que está construyendo. No ha analizado los espacios que va a crear desde un punto de vista funcional, constructivo ni estético. Si le dan un plano lo realiza. Si no, construye la casa con un criterio que ellos mismos definen de la siguiente forma: “si sale con barba San Antón y sino la Purísima Concepción”, anécdota referida a un escultor que tallaba santos para el cementerio y que por falta de oficio dejaba al azar el género de sus esculturas. Lo mismo que los albañiles los músicos europeos son gente que tiene un oficio, un oficio muy difícil y que requiere de una destreza extrema y sutil para la que se precisan años de entrenamiento hasta desarrollar las habilidades necesarias. Pero esos músicos no saben de composición, muy poco de armonía, de historia o incluso de los estilos que interpretan. Esos músicos leen partituras donde se les indica lo que tienen que tocar y lo hacen. Salvando las distancias hacen lo mismo que hacen hoy día los programas informáticos, les pones las notas y el programa las hace sonar en el ordenador. En la distribución de tareas a ellos les ha tocado esa parte. Un chiste de músicos dice que la única forma de callar a un pianista es quitarle la partitura y a un músico pop ponérsela delante. Son otros los que componen e incluso todavía hay otros que son los que reflexionan, critican y escriben sobre música, los cuales a veces no son ni músicos. Esta división del trabajo es parte de nuestra cultura y ya Platón y Aristóteles que escribieron a menudo sobre esto reconocían los tres tipos de músicos, siendo para ellos los más importantes los que reflexionan, critican y escriben sobre música, es decir los filósofos. Esta forma de entender el arte dejaría asombrado a cualquier persona de otra cultura que desconociera la nuestra. Pero aquí en Europa, como tenemos asumidos todos estos comportamientos, nos parecen normales, no detectamos ninguna “irregularidad” en ellos. Es como un amigo mío sevillano, muy aficionado a las procesiones de Semana Santa que me decía que el espectáculo de los musulmanes rezando agachados en las mezquitas le parecía de un fanatismo pasado de moda. ¿Qué pensará un anglosajón o un japonés de las procesiones de Sevilla? No quiero ni pensarlo. Seguro que ven a la inquisición detrás de los nazarenos, como por cierto ya hacía Goya en su época.
En definitiva, propongo hacer lo mismo con nuestra cultura que hacían los etnomusicólogos europeos con las de otros continentes: ponerlas debajo de la lupa y observarlas con objetividad. Supongo que este ejercicio siempre será bueno para mejorar.
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