Tengo un amigo que cuando pequeño iba a la ópera con su abuelo. Tenían un palco en el teatro y solían asistir a las temporadas musicales de su localidad. Su abuelo era notario de provincias y muy aficionado y se hacía acompañar de mi amigo como antes había hecho con su padre. Mi amigo fue estudiante en los años ochenta y le gustaba la música de entonces, la llamada New Wave y, en especial, la música española conocida como de "la movida”.
Mi abuelo nunca fue a la ópera. Era albañil en un pueblo del sur. En realidad era jornalero, pero viendo que eso no le daba trabajo más que en determinadas temporadas, (también se llaman temporeros), empezó a frecuentar los albañiles, pues en su pueblo había muchos grandes caserones que eran vestigios de épocas más brillantes (económicamente) y había bastante trabajo en la construcción. Mi abuelo no paró hasta que aprendió el oficio, trabajando con ellos de aprendiz (es decir gratis). Era muy espabilado, de manera que cuando se casó ya era encargado de las cuadrillas locales. Un empresario de la región lo conoció en una de las obras que hizo y se lo llevó con él, pasando desde entonces a ser algo parecido a un director técnico, aunque en la época no se llamaban así, sino maestros de obra. En aquellas obras de principios del siglo XX se contrataba a mucha gente para hacer una carretera, un puente o construir un ayuntamiento nuevo. Entre tanta gente mi abuelo contrataba gitanos que, a menudo, le creaban problemas por su natural tendencia al cante y al baile y su falta de rigor para distinguir los horarios laborales de los de ocio. Así que había decidido ponerlos juntos porque si no, decía mi abuelo, terminaban contaminando a toda la obra de esas costumbres.
En aquel entonces el cante flamenco era lo más interesante que se podía escuchar por esas tierras de Dios y mi abuelo era muy aficionado al cante. También era aficionado a los toros, pero esa era una distracción más rara, reservada para las fiestas locales una vez al año. El cante, por el contrario, estaba siempre presente y solo hacía falta que se formara un corrillo, que alguien empezara a tocar las palmas y otro se arrancara por bulerías. Con mi abuelo aprendí a distinguir una seguirilla de una soleá y el martinete de la carcelera y a saber si una guitarra está en el compás o si el cante es de verdad o simulado. La vida dio muchas vueltas desde entonces y yo terminé como musicólogo dedicado al estudio de la ópera y la zarzuela barrocas en España que es un asunto sobre el que quiero presentar mi tesis este año para doctorarme.
Mi abuelo nunca fue a la ópera. Era albañil en un pueblo del sur. En realidad era jornalero, pero viendo que eso no le daba trabajo más que en determinadas temporadas, (también se llaman temporeros), empezó a frecuentar los albañiles, pues en su pueblo había muchos grandes caserones que eran vestigios de épocas más brillantes (económicamente) y había bastante trabajo en la construcción. Mi abuelo no paró hasta que aprendió el oficio, trabajando con ellos de aprendiz (es decir gratis). Era muy espabilado, de manera que cuando se casó ya era encargado de las cuadrillas locales. Un empresario de la región lo conoció en una de las obras que hizo y se lo llevó con él, pasando desde entonces a ser algo parecido a un director técnico, aunque en la época no se llamaban así, sino maestros de obra. En aquellas obras de principios del siglo XX se contrataba a mucha gente para hacer una carretera, un puente o construir un ayuntamiento nuevo. Entre tanta gente mi abuelo contrataba gitanos que, a menudo, le creaban problemas por su natural tendencia al cante y al baile y su falta de rigor para distinguir los horarios laborales de los de ocio. Así que había decidido ponerlos juntos porque si no, decía mi abuelo, terminaban contaminando a toda la obra de esas costumbres.
En aquel entonces el cante flamenco era lo más interesante que se podía escuchar por esas tierras de Dios y mi abuelo era muy aficionado al cante. También era aficionado a los toros, pero esa era una distracción más rara, reservada para las fiestas locales una vez al año. El cante, por el contrario, estaba siempre presente y solo hacía falta que se formara un corrillo, que alguien empezara a tocar las palmas y otro se arrancara por bulerías. Con mi abuelo aprendí a distinguir una seguirilla de una soleá y el martinete de la carcelera y a saber si una guitarra está en el compás o si el cante es de verdad o simulado. La vida dio muchas vueltas desde entonces y yo terminé como musicólogo dedicado al estudio de la ópera y la zarzuela barrocas en España que es un asunto sobre el que quiero presentar mi tesis este año para doctorarme.
Ya no se pertenece a un mundo musical cerrado como era antes costumbre. Ahora uno puede escuchar ópera por las mañanas, música de cámara por las tardes, ir a un club de jazz por las noches o a una taberna flamenca, y no existe una adscripción a un tipo de música determinado.
Es mejor así.
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