Martin Scorsese ha hecho un documental sobre Bob Dylan y, naturalmente, aporta cosas interesantes a la biografía de nuestro mito generacional más allá de la simple apología. Scorsese y el propio Dylan no solo tienen la honestidad de empezar hablando de Robert Zimmerman (el verdadero nombre del artista), sino que además éste nos revela no solo su interés por la música, sino también, y esto es evidente en cualquier músico pop, su interés por el éxito y los caminos que fue siguiendo en pos de ambos. Pero también se desprende de su relato esa vocación del músico pop de hacer el mundo más habitable, no mediante su militancia política, si no más bien con su militancia vital. Comienza el documental mostrando imágenes del mundo provinciano del Medio Oeste en el que se desarrolló su infancia para pasar a mostrarnos su pasión por la música de esos personajes apegados a la vida como Woody Guthrie, quien terminó en un manicomio olvidado por todos y a quien Dylan visita después de cruzar el país.
Cuando decide integrar músicos de rock en su grupo y acompañarse de instrumentos electrónicos está trabajando en ambas direcciones: sabe que en el futuro el éxito va a venir de ahí y no de los cantantes que se acompañan con un banjo y visten camisas a cuadros y por otra parte sabe también que ("you know that something is happening but you don’t know what it is..."); algo va a pasar y él no quiere quedarse fuera. No quiere seguir en la tienda de su padre, arreglándose los sábados para ir a un baile provinciano. El documental de Scorsese viene a contarnos una historia y una historia que, cuando menos, parece verídica si es que no lo es.