" ¿Se imaginan un país en el que se pusiera de moda renunciar a toda forma de beneficio poco honesto, donde el machismo no se cobrase una sola víctima, donde las diversas comunidades y lenguas se exigiesen unas a otras lo mejor de sí mismas, en vez de replegarse sobre un sacrosanto simulacro de identidad? Ese país sólo existe en las canciones. En las canciones que todavía no existen. Pero es el único que reconozco como propio". Santiago Auserón. El País (20/9/2008).
A veces, para entender la música hay que acudir a la sociología, como hiciera T. W. Adorno con respecto a la Nueva Música, la de la segunda escuela de Viena, (Schoenberg, Berg, Webern). La música, como cualquier arte, nace en un contexto cultural que es el que la conforma, el que define sus características. Lo que se ha dado en llamar impropiamente música clásica es un fenómeno musical que tiene su desarrollo entre la segunda mitad del siglo XVIII y la Gran Guerra, a principios del siglo XX, o como mucho, hasta la Segunda Guerra Mundial, con su epicentro en el siglo XIX. No hay que ser un experto historiador para darse cuenta de que se corresponde con la presencia dominante del mundo burgués en la cultura occidental. La música clásica es también entendida como música culta, pero esto no es más que un concepto burgués derivado de la división del trabajo y la división del trabajo alcanza a todos los aspectos del mundo musical clásico. Es tal vez la única cultura musical en la que se produce tan radical separación entre teoría y práctica, composición e interpretación, que distingue lo culto y lo popular como dos mundos antagónicos, que establece categorías muy claras entre los músicos, (director, primer violín, intérprete, solista, etc), que tienen que ver con su función y la consideración social que reciben, que establece unas reglas de comportamiento que se han hecho inmutables, pese a que siempre fueron históricas, es decir, sujetas a una evolución y adaptación a los tiempos, mediante las que rígidamente se pone de manifiesto distinciones clasistas muy evidentes, donde no faltan las relaciones de sumisión, como las de los músicos ante el director, al que reciben de pie, o las de éste con el público, al que se le trata como si fuera aún un público aristocrático, con reverencias incluidas, ya que los hábitos burgueses han añorado siempre la parafernalia aristocrática, de la misma forma que el mundo comunista, siempre imitó a los burgueses.
Este mundo burgués es visto hoy día con cierto recelo por una población que está cada día más inmersa en una aldea global, según el acertado concepto creado por el sociólogo canadiense Marshall McLuhan, siendo consciente de su globalidad pero que se olvida de que es una aldea, ignorante de que el abandono de hábitos burgueses, en lugar de conducir a su superación en algo mejor, está derivando hacia una decadencia, concepto este último que también es una constante de nuestra cultura burguesa. De la misma manera que los promotores de la nueva cultura utilizan siempre la palabra globalización, podrían hacer uso de ruralización como concepto ligado a la caída del Imperio de Occidente, como ya sucediera en el siglo V por empuje de las hordas bárbaras, producido ahora por el empuje imparable del consumismo, no como hábito económico, sino como concepto cultural que domina ya todo el mundo social, como cuando se dice que un disco se ha lanzado al mercado o que ha vendido mucho, en lugar de decir que el autor ha creado una obra o que ha obtenido determinado éxito. Esta pasión por el éxito comercial está detrás del último movimiento detectado en la música popular de consumo: el público está dejando de lado la música para atender a los éxitos deportivos; como ya anunciara con clarividencia Santiago Auserón en El País. Por cierto, he buscado el artículo en la red y he comprobado con satisfacción que ha tenido mucho éxito y que aparece trascrito en muchos blogs.
El rechazo que sufre la música clásica entre parte del público se debe a mi entender a dos motivos principales. Uno, musical, deriva de la falta de preparación del oyente para hacer frente a relaciones musicales que son más complejas que la simple reiteración de esquemas simplones. El otro está en el terreno de las identidades. Nadie se identifica hoy día con los burgueses centroeuropeos que asistían a las “Schubertiadas”, en las que veían un reflejo de su mundo romántico, el sustrato propio de los jóvenes de clase media del siglo XIX.
Este mundo burgués es visto hoy día con cierto recelo por una población que está cada día más inmersa en una aldea global, según el acertado concepto creado por el sociólogo canadiense Marshall McLuhan, siendo consciente de su globalidad pero que se olvida de que es una aldea, ignorante de que el abandono de hábitos burgueses, en lugar de conducir a su superación en algo mejor, está derivando hacia una decadencia, concepto este último que también es una constante de nuestra cultura burguesa. De la misma manera que los promotores de la nueva cultura utilizan siempre la palabra globalización, podrían hacer uso de ruralización como concepto ligado a la caída del Imperio de Occidente, como ya sucediera en el siglo V por empuje de las hordas bárbaras, producido ahora por el empuje imparable del consumismo, no como hábito económico, sino como concepto cultural que domina ya todo el mundo social, como cuando se dice que un disco se ha lanzado al mercado o que ha vendido mucho, en lugar de decir que el autor ha creado una obra o que ha obtenido determinado éxito. Esta pasión por el éxito comercial está detrás del último movimiento detectado en la música popular de consumo: el público está dejando de lado la música para atender a los éxitos deportivos; como ya anunciara con clarividencia Santiago Auserón en El País. Por cierto, he buscado el artículo en la red y he comprobado con satisfacción que ha tenido mucho éxito y que aparece trascrito en muchos blogs.
El rechazo que sufre la música clásica entre parte del público se debe a mi entender a dos motivos principales. Uno, musical, deriva de la falta de preparación del oyente para hacer frente a relaciones musicales que son más complejas que la simple reiteración de esquemas simplones. El otro está en el terreno de las identidades. Nadie se identifica hoy día con los burgueses centroeuropeos que asistían a las “Schubertiadas”, en las que veían un reflejo de su mundo romántico, el sustrato propio de los jóvenes de clase media del siglo XIX.
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