Las culturas antiguas tendían a pintar la vida más hermosa de lo que era en realidad. Las terribles batallas en las que la gente se partía el cráneo con una enorme espada de varios kilos de acero, daban pie a los más hermosos poemas épicos en los que parecía que los héroes no fueran sino artistas y educadísimos oradores, como en las epopeyas de Homero o en el Cantar del Mio Cid. La violencia de género era en la ópera una hermosa escena, cuando un afamado tenor hundía su puñal en el pecho de su traidora amante cantando un elegante do sobreagudo.
Después la cultura, en aras de la verdad, prefirió lo auténtico a lo bello. La belleza estaba en la verdad y pintar las cosas como eran se convirtió en un paradigma artístico. Émile Zola, el naturalismo, el verismo en la ópera, el realismo en la pintura, todos compartían esa visión.
Ahora estamos en una situación extrema. Es necesario decirlo para que las nuevas generaciones no se lleven una visión equivocada de la vida. Que nadie se asuste: la vida no es tan fea como la pintan en la telebasura. La mayoría de la gente no vendería a su padre por cuatro pesetas. Los amantes despechados, en la vida real, tratan de olvidar sus malas relaciones y procuran seguir adelante: borrón y cuenta nueva. Para eso se hizo la ley del divorcio que cada día arropa a más amores con caducidad. La mayoría de los españoles no se ganan la vida acostándose con el vecino y luego dando una exclusiva a los medios. Se ganan la vida con un oficio, con una profesión, invirtiendo su dinero o su capacidad de trabajo, muy pocos se ganan la vida con la delación. Además, cuando se habla, incluso en este país, se hace en un tono más o menos normal, yo no veo que vaya nadie en el metro o por la calle dándose voces los unos a los otros y hablando todos a la vez. La gente está mucho más educada que esa señora histérica que, un día ya lejano, se fue a la cama con Jesulín de Ubrique y que desde entonces ha pasado a la posteridad mediática.
Yo sé lo que me digo porque, por mi edad, he conocido el mundo sin televisión y sé cómo era antes de que la caja tonta lo cubriera todo.
Después la cultura, en aras de la verdad, prefirió lo auténtico a lo bello. La belleza estaba en la verdad y pintar las cosas como eran se convirtió en un paradigma artístico. Émile Zola, el naturalismo, el verismo en la ópera, el realismo en la pintura, todos compartían esa visión.
Ahora estamos en una situación extrema. Es necesario decirlo para que las nuevas generaciones no se lleven una visión equivocada de la vida. Que nadie se asuste: la vida no es tan fea como la pintan en la telebasura. La mayoría de la gente no vendería a su padre por cuatro pesetas. Los amantes despechados, en la vida real, tratan de olvidar sus malas relaciones y procuran seguir adelante: borrón y cuenta nueva. Para eso se hizo la ley del divorcio que cada día arropa a más amores con caducidad. La mayoría de los españoles no se ganan la vida acostándose con el vecino y luego dando una exclusiva a los medios. Se ganan la vida con un oficio, con una profesión, invirtiendo su dinero o su capacidad de trabajo, muy pocos se ganan la vida con la delación. Además, cuando se habla, incluso en este país, se hace en un tono más o menos normal, yo no veo que vaya nadie en el metro o por la calle dándose voces los unos a los otros y hablando todos a la vez. La gente está mucho más educada que esa señora histérica que, un día ya lejano, se fue a la cama con Jesulín de Ubrique y que desde entonces ha pasado a la posteridad mediática.
Yo sé lo que me digo porque, por mi edad, he conocido el mundo sin televisión y sé cómo era antes de que la caja tonta lo cubriera todo.
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